miércoles, 16 de enero de 2013

Capítulo 2.


El café estaba listo, pongo las tazas y las pequeñas pastas en una bandeja de madera marrón, y sin pronunciar palabra alguna, me encamino al cuarto de estar, dejando a Eric atrás y con una sonrisa de cristal en los labios. Dejo la bandeja en la mesa central y vuelvo a ocupar mi sitio. Sé que los ojos cristalinos de Eric se clavaban en mi rostro, estudiándome con la mirada, una mirada con sabor a mar.
El reloj de pared marca las ocho y media, y los nuevos vecinos, al saberlo, salieron de mi casa, con un: ‘’nos vemos’’
En realidad, yo no quería verlos más, no se me daba bien hacer amigos, y creo que aquello será peor. Prefiero no pensar en eso y me vuelvo a mi cuarto, lugar seguro, donde puedo disfrutar del dulce silencio que recorre nuestro vecindario, o calmar mis oídos con buena música en vinilo.
Me tiro en la cama, agotada por el viaje. Quería que ese día acabara de una vez, comenzar con mi rutina, olvidar todo. Yo no voy a ningún instituto, estudio en casa. Mis padres, mis mejores amigos, pero estoy empezando a preferir la soledad.  Ellos son las personas que mejor me conocen. Cuando era pequeña tenía algunas amigas y amigos del colegio, pero con el traslado de mi padre, he perdido el contacto con todo aquél que tiene un recuerdo guardado en los cajones de mi memoria.
El silencio hace que me piten los oídos, así que me levanto, pongo un vinilo en mi tocadiscos y selecciono la canción. Sun King. Mis párpados se van cerrando poco a poco, al compás de las notas de esta canción. Mi mente se relaja y mi cuerpo ya no está tenso. Caigo rendida y me sumerjo en el reino de Morfeo.
‘’ Estoy encasillada en una gran multitud, con caras inexpresivas, con expresiones invisibles. Todo es blanco y negro. No veo más allá de las cabezas que tengo por delante y entonces me empujan. Me caigo al suelo, pero aquellas extrañas personas siguen caminando, pisándome y aplastando mi cabeza contra el suelo. Grito y pataleo. Silencio. Los oídos comienzan a pitar, una sensación horrible y dolorosa me recorre todo el cuerpo y vuelvo a gritar. Me retuerzo y más gritos salen de mi garganta, pero no escucho nada, nadie me mira, nadie se inmuta.Y entonces, todo lo que siento es soledad’’
Me despierto con las manos cerradas en puños y con un sudor frío por toda la frente.  No hay luz natural en mi habitación, he dormido durante más tiempo del que pensaba. No había música, ni ruido, solo silencio. El reloj de mi mesilla marca las 21:56. Me encuentro mareada, pero me incorporo y bajo las escaleras, en busca de algo para echar en mi estómago. Mi madre está en la cocina, de donde sale un olor delicioso, mientras que mi padre está poniendo la mesa, colocando vasos y platos.
- ¡Qué mala cara tienes, Alice! – Exclama mi padre al verme.
- Me acabo de levantar… - Susurro terminando en un bostezo
Ayudo a mi padre con la mesa y cuando termino con ello, me siento en la mesa, esperando el plato de sopa que mi madre llevaba en sus manos. Lo devoré con avidez, mi estómago rugía con fuerza.
Mis párpados están cansados, pesados como el cemento. Decido dormir, deseando una noche tranquila, sin sueños ni pesadillas. Una noche en paz.


La alarma de mi reloj palpita. Lo paro con desgana. Mi rutina comienza. Con las pestañas pegadas entre sí, me lavo la cara con agua templada y parece que despierto un poco.
Mi pelo es un desastre. Me desnudo y aseo, para luego ponerme unos vaqueros y una cómoda sudadera. Lo bueno de estudiar en casa es que no tienes por qué arreglarte, al fin y al cabo, los únicos que te pueden juzgar son mis padres. A continuación, intento arreglar los nudos de mi cabellera y por último me recojo mi larga melena en una trenza de azabache.
Cojo mis libros y utensilios y bajo las escaleras. Un día largo me espera.

viernes, 11 de enero de 2013

Capítulo 1.


Nunca he dejado que la oscuridad me atrape. Que esta, con garras cenicientas y grandes dosis de olvido, me lleve a sus adentros, para que una vez allí, me consuma.
Me encuentro en el aeropuerto, rodeada de cientos de personas esperando que su vuelo, amargo o feliz, los lleve a su destino. Maleta en mano, me dirijo a la puerta de embarque y tras despedirme de mi abuela con un forzado gesto de manos, comienzo a realizar todos los trámites de mi vuelo.
Horas después, ya acomodada en mi asiento, el avión comienza a elevarse. Mi butaca está situada al lado de la ventanilla, y empiezo a mirar como las nubes rosadas por la luz del atardecer, chocan y se cortan contra las alas del aparato. El crepúsculo es una de mis cosas favoritas.
Yo, Alice Hammelt, regreso a con mis padres tras pasar unas largas vacaciones en Europa con mi abuela. No entiendo el porqué, pero parece que quieren que me despida de todos, o algo parecido.
La ventana me muestra la llegada de la noche, salen las estrellas y una preciosa luna menguante, resplandece en el cielo. Las luces del avión se vuelven tenues y mis ojos están cansados. Me acomodo en mi asiento y cierro los párpados, para dar comienzo a mis sueños.


Noche tranquila, sin sueños ni pesadillas, solo he dormido. La luz de mi ventanilla me despierta y al instante comienzan a sonar los altavoces del avión, anunciando que el aterrizaje se realizará en unos minutos.
Al bajar del avión, aspire el aire que desprendía la localidad de donde provengo, un pequeño pueblo en la costa de Canadá, perfecto para una chica como yo.
Mis rodillas comienzan a acostumbrarse a caminar, y mi pelo negro azabache empieza a tambalearse en el viento. Hace frío  se acerca el invierno. Al llegar a la puerta que abre paso al aeropuerto, todos mis músculos se relajan y extiendo una gran sonrisa sobre mis labios. Veo a mis padres a lo lejos, mi madre con lágrimas alegres en los ojos, mientras que mi padre, rodeándola con los brazos, mantenía una mueca seria y profunda, como hacía habitualmente.
Saludo con la mano en alto y corro hacia ellos, para abrazarlos con mucha fuerza. Mi madre, se limpia el rímel de sus mejillas y comienza a preguntarme sobre mi viaje, mi padre comienza a lanzar preguntas sobre mi abuela: cómo se encuentra, cómo está en Europa, si tiene algún que otro problema…
Durante el camino hacia mi casa, las palabras se cortan. Mis padres hablan sobre sus cosas, asuntos que ignoro en mi cabeza. Evadida de la realidad, miro por la ventanilla y me doy cuenta de lo poco que ha durado mi felicidad y la de mis padres por encontrarme de nuevo en mi hogar.
El atardecer del día 23 de septiembre baña con su luz dorada todo el campo de espigas, haciendo que parezca oro líquido sobre la tierra. A veces, pienso que la naturaleza en la fuerza más potente de todas, que puede hacer lo que quiera contigo, incluso puede hacer que mueras de un simple desliz.

Una vez en casa, cargué con mis maletas hasta el interior y poco a poco, las subí hacia mi habitación, donde guardé mis pertenencias en su sitio. Miré a mí alrededor y todo me parecía tan nuevo, que me tendría que acostumbrar de nuevo a todo aquello. Abrí la ventana de madera y la suave, pero fresca, brisa acariciaba mi cara. Las hojas de los árboles danzan en el viento al son de este. Dan vueltas y vueltas, libres.
El timbre suena. Mis padres abren y me llaman para que baje, haciendo que abandone mis pensamientos y regrese de nuevo a la realidad. Bajo los escalones poco a poco y descubro que los invitados sorpresa son los nuevos vecinos. Me acerco a la puerta sin hacer ruido y sonrío cortésmente. La mujer iba ataviada con una falda de tubo azul oscuro y una camisa rosa palo, acompañando el conjunto con una rebeca con aretes. Sujetaba un plato con galletas y se llamaba Agatha, por lo que podía escuchar de la conversación entre mis padres y ellos. El hombre portaba unos pantalones grises y una camisa azul claro, que hacía juego con sus ojos de un azul mar, profundos y oscuros. Junto al lado de esta pareja un chico de mi edad, más o menos, me miraba fijamente con unos ojos heredados de su padre. El viento le ondulaba los cabellos negros. Ambos nos escrutamos con los ojos, hasta que retiro la mirada.
Mis padres invitan a entrar y tomar café a los nuevos inquilinos de la casa vecina. Yo me siento con ellos, sonrío de vez en cuando, pero no escucho, nerviosa por la penetrante mirada aguamarina que estudiaba mi rostro. De pronto, mi madre alza la voz y presto más atención.
- Oye, Alice… ¿Por qué no vas con… - Dijo mirando al muchacho con mirada distraída.
- Eh, Eric, me llamo Eric – Respondió, después de aclararse la garganta.
- Sí, ¿por qué no vais a preparar café y unas pastas pero los invitados? – Terminó mi madre con una sonrisa en los labios.
- Claro, ahora mismo – Digo, vacilante.
Me levanto del sofá en el que estoy con mis padres y me dirijo a la cocina, con Eric pisándome los talones.
Con prisa, saco el café y pongo la cafetera llena de agua a hervir, con los polvos de café dentro. Pasan unos segundos incómodos, y él comienza a hablar.
- Bueno, Alice, ¿a qué instituto vas? – Pregunta mirando fijamente el suelo.
- Estudio en casa, he tenido problemas y mis padres son profesores, así que… - Digo, apurando el tono hasta la última sílaba.
- No pareces una chica problemática – Dice, esta vez, mirándome fijamente a los ojos.
- Quizá no fuera yo quien causaba problemas – Terminé la conversación, un poco molesta.
El café estaba listo, y Eric se aproximó a la cafetera antes de que pudiera tocarla.
- Lo siento, no pretendía…
- No es nada – Mentí.
- Quizás podríamos ser amigos… - Dijo él, mirando fijamente la taza blanca donde vertía el café.
- Quizás. – Dije, cortante y con la mirada fija en la ventana. El sol se escondía entre los árboles.